
Los mongoles se convierten en los campeones de un deporte exigente que requiere grandes sacrificios.
En medio de una crisis de vocaciones en Japón, el sumo ve sus valores tradicionales defendidos por extranjeros que desembarcan en el archipiélago para iniciarse, a veces con éxito, en esta lucha ancestral.
Ningún japonés ha ganado uno de los torneos, organizados cada dos meses, de este deporte nipón en los últimos tres años. Los mongoles siguen siendo los maestros en una disciplina en la que participan también búlgaros, rusos, estonios y georgianos, y los extranjeros constituyen ya una tercera parte de la élite combatiente.
Los nipones que practican este exigente deporte (incluso cruel para los aprendices) son, efectivamente, dos veces menos numerosos que hace 20 años.
«La mayor parte de los jóvenes japoneses tienen una vida fácil. Su único ejercicio consiste en jugar con la videoconsola», constata Doreen Simmons, comentarista para la cadena de televisión NHK.
Novatadas
La vida no es tan reposada para los jóvenes de los equipos de sumo: levantarse a las tres de la madrugada, ejercicios extenuantes durante toda la jornada, cocina para ancianos. Eso sin hablar de las novatadas a menudo violentas que sufren los reclutas, golpeados para ser endurecidos por los maestros y por sus compañeros más veteranos.
Como epílogo de un escándalo, el dirigente de un equipo de sumo acaba de ser condenado a seis años de cárcel por haber golpeado a un aprendiz con una botella de cerveza y haber incitado a otros luchadores a darle una paliza. La víctima murió poco después a consecuencia de las heridas.
Con todo, son cada vez más los extranjeros que lo intentan, con notoria presencia de mongoles, dispuestos a todo para triunfar en un Japón a donde llegan sin nada.
«Tienen eso que los japoneses llaman el hambre. Si ganan, se llevan una cantidad de dinero que en Japón es pequeña, pero lo envían a sus familias en Mongolia, donde vale 10 veces más», explica Simmons.
El último campeón llegado de las estepas, Harumafuji, que acaba de ganar su primer torneo nueve años después de haber desembarcado en Tokio, constituye una ilustración perfecta. «Cuando llegué, no podía ni pagarme la comida», explica la nueva vedette, que a sus 25 años puede convertirse en el tercer yokozuna (gran campeón) mongol, junto a sus compatriotas Asashoryu y Hakuho. «Yo venía de mi lejana Mongolia; no tenía otra opción que esforzarme al máximo», explica Davaanyam Byambadorj (su verdadero nombre).
El aprendizaje es un sufrimiento cotidiano para este hombre de pequeña estatura (mide 1,80 metros), que entonces solo pesaba 86 kilos. Delgado por naturaleza, debe atiborrarse y vomitar para agrandar su estómago, con el fin de poder ingerir más calorías y ganar más peso. Harumafuji pesa ahora 126 kilos, una treintena menos que la mayoría de sus contrincantes.«Tuve que acostumbrarme a las palizas, además de la lengua y la cultura que no comprendía. Fue duro», añade el luchador, que recuerda haber sido particularmente atormentado porque no era japonés.
La moral de la disciplina
Pero el éxito de los extranjeros hace rechinar los dientes a Japón, donde el sumo, vinculado a los ritos religiosos sintoístas, es considerado la quintaesencia de la moral de la disciplina. Las autoridades han impuesto una cuota de un extranjero por equipo como máximo. Pero Simmons considera improbable una «internacionalización del sumo» y subraya que los luchadores que llegan al archipiélago adoptan el modo de vida nipón: «Un extranjero que triunfa en el sumo debe hacerlo a la japonesa».
AFP / KIMIKO DE FREYTAS-TAMURA,TOKIO